sábado, 21 de marzo de 2009

Día Internacional para la Eliminación de la Discriminación Racial

El 21 de Marzo la ONU celebra el día internacional contra el racismo, conmemorando una masacre en 1960 en la Sudáfrica del Apartheid, para crear conciencia sobre las personas que aún hoy son víctimas del racismo y recordar a la gente de todo el mundo la necesidad de combatir el racismo y la intolerancia.

Hace unas semanas, por una de esas "casualidades" de la vida, poca cosa que hacer y una programación muy triste en la tele topé con una peli en versión original que me llamó mucho la atención, no la película en sí, es más la pillé empezada, sino el personaje que había detrás, Robert F. Kennedy y uno de sus discursos.
El discurso lo tituló "Sobre la amenaza de la violencia sin sentido" y lo escribió con motivo del asesinato de Martin Luther King y aunque fue escrito en 1968 no puede ser más actual. Me he permitido traducirlo y "descontextualizarlo" un poco: (las palabras en negrita no son de la versión original, la V.O. en inglés la tenéis más abajo, es un poco largo pero merece la pena leerlo entero).

Sobre la amenaza de la violencia sin sentido
Cleveland, Ohio
5 de Abril de 1968

Este es un momento de vergüenza y dolor. No es un día para la política. He reservado esta oportunidad, mi único evento de hoy, para hablarles brevemente acerca de la amenaza de la violencia irracional en el mundo, que una vez más mancha nuestra tierra y cada una de nuestras vidas.

No concierne a una raza en particular. Las víctimas de la violencia son blancas y negras, ricas y pobres, jóvenes y viejas, famosas y desconocidas. Son, lo más importante de todo, seres humanos que otros seres humanos querían y necesitaban. Nadie -no importa donde viva o lo que haga- puede estar seguro de quien será el siguiente en sufrir un derramamiento de sangre absurdo. Y sin embargo, sigue y sigue sucediendo en el mundo.

¿Por qué? ¿Qué ha logrado la violencia? ¿Qué ha creado? Nunca la causa de un mártir ha sido acallada por la bala de un asesino. Jamás un error fue corregido por disturbios y desórdenes civiles. Un francotirador es un cobarde, no un héroe; y una incontrolada, incontrolable revuelta es sólo la voz de la locura, no la voz de la razón.

Cada vez que un ser humano arrebata innecesariamente la vida a otro –tanto si se hace en nombre de la ley o desafiando la ley, por un sólo hombre o por una banda, a sangre fría o en la pasión, en un ataque de violencia o como respuesta a la violencia- cada vez que rasgamos la vida que tejimos o la de otro hombre que con su esfuerzo la tejió para él y sus hijos, cada vez que lo hacemos, el mundo entero se degrada.

"Entre hombres libres", dijo Abraham Lincoln, "no puede tener éxito el recurrir a las balas en lugar de a los votos y aquellos que tomen ese camino estén seguros de perder su causa y de pagar las consecuencias".

Sin embargo, parece que toleramos un creciente nivel de violencia que ignora tanto nuestra igualdad como seres humanos y aquello que nos reafirma como civilización. Aceptamos con calma las noticias sobre masacres de civiles en tierras lejanas. Exaltamos la muerte en las pantallas de cine y televisión y lo llamamos entretenimiento. Facilitamos que cualquier hombre, cuerdo o no, pueda adquirir cualquier arma y la munición que desee.

Muy a menudo respetamos la arrogancia y la fanfarronería y a los que ejercen la fuerza, y disculpamos a aquellos que están dispuestos a construir su propia vida sobre los sueños rotos de otros seres humanos. Algunos que predican la no-violencia en el extranjero no la practican en casa. Algunos de los que acusan a otros de incitar disturbios les han invitado a ello por su propia conducta.

Algunos buscan chivos expiatorios, otros buscan conspiraciones, pero está mucho más claro: la violencia engendra violencia, la represión atrae represalias, y sólo una limpieza de toda nuestra sociedad puede eliminar esta enfermedad de nuestra alma.

Pues hay otro tipo de violencia, más lento pero igual de mortal y destructivo como el disparo o la bomba en la noche. Es la violencia de las instituciones, la indiferencia, la inacción y la lenta decadencia. Esta es la violencia que aflige a los pobres, la que envenena las relaciones entre los hombres porque su piel tiene diferente color. Es la lenta destrucción de un niño por el hambre, las escuelas sin libros y los hogares sin calefacción en invierno.

Es la destrucción del espíritu del hombre negándole la oportunidad de presentarse como un padre y como un hombre entre los hombres. Y esto también nos afecta a todos nosotros.

No he venido aquí a proponer una serie de remedios específicos ni existe un único conjunto de ellos. Para un proyecto general y adecuado sabemos lo que hay que hacer. Cuando enseñas a un hombre a odiar y a temer a su hermano, cuando le enseñas que es inferior a causa de su color o sus creencias o por las políticas que persigue, cuando enseñas que aquellos que son diferentes a ti amenazan tu libertad o tu trabajo o tu casa o tu familia, entonces tú también aprendes a enfrentarte a otros no como conciudadanos sino como enemigos, aprendes a no buscar la cooperación sino la conquista, a ser subyugado y dominado.

Aprendemos, por último, a mirar a nuestros hermanos como extraños, hombres extraños con los que compartimos una ciudad, pero no una comunidad, hombres vinculados a nosotros por una vida en común, pero no en un esfuerzo común. Aprendemos a compartir sólo un temor común, sólo un deseo común de alejarnos de los demás, sólo un impulso para responder al desacuerdo con la fuerza. Por todo esto, no hay respuestas definitivas.

Sin embargo, sabemos lo que debemos hacer. Lograr la verdadera justicia para nuestros conciudadanos. La cuestión no es qué programas debemos tratar de promulgar. La cuestión es si podemos encontrar entre nosotros y en nuestros corazones esa orientación de la razón humana capaz de reconocer la terrible verdad de nuestra existencia.

Debemos admitir la vanidad de nuestras falsas distinciones entre los hombres y aprender a encontrar nuestro propio progreso en la búsqueda del progreso de los demás. Debemos admitir que el futuro de nuestros propios hijos no puede construirse sobre el infortunio de los demás. Debemos reconocer que esta corta vida no puede ser enriquecida ni ennoblecida por el odio o la venganza.

Nuestra vida en este planeta es demasiado corta y el trabajo por hacer demasiado grande para dejar crecer este fantasma más tiempo en nuestra tierra.

Por supuesto no podemos vencerlo con un programa, ni con una resolución. Pero tal vez podamos recordar, aunque sólo sea por una vez, que las personas que viven con nosotros son nuestros hermanos, que comparten con nosotros el mismo corto momento de la vida, que buscan, al igual que nosotros, nada más que la oportunidad de vivir sus vidas con determinación y felicidad, ganando la máxima satisfacción que puedan.

Sin duda, este vínculo de una fe común, este vínculo de un objetivo común, puede empezar a enseñarnos algo. Seguro que podemos aprender, por lo menos, a mirar a los que nos rodean como semejantes, y seguro que podemos comenzar a trabajar un poco más duro para vendarnos las heridas mutuamente y convertirnos, en nuestros corazones, en hermanos y ciudadanos otra vez.

Robert F. Kennedy


On the Mindless Menace of Violence
City Club of Cleveland, Cleveland, Ohio
April 5, 1968

This is a time of shame and sorrow. It is not a day for politics. I have saved this one opportunity, my only event of today, to speak briefly to you about the mindless menace of violence in America which again stains our land and every one of our lives.

It is not the concern of any one race. The victims of the violence are black and white, rich and poor, young and old, famous and unknown. They are, most important of all, human beings whom other human beings loved and needed. No one - no matter where he lives or what he does - can be certain who will suffer from some senseless act of bloodshed. And yet it goes on and on and on in this country of ours.

Why? What has violence ever accomplished? What has it ever created? No martyr's cause has ever been stilled by an assassin's bullet.

No wrongs have ever been righted by riots and civil disorders. A sniper is only a coward, not a hero; and an uncontrolled, uncontrollable mob is only the voice of madness, not the voice of reason.

Whenever any American's life is taken by another American unnecessarily - whether it is done in the name of the law or in the defiance of the law, by one man or a gang, in cold blood or in passion, in an attack of violence or in response to violence - whenever we tear at the fabric of (our lives) the life which another man has painfully and clumsily woven for himself and his children, the whole nation is degraded.

"Among free men," said Abraham Lincoln, "there can be no successful appeal from the ballot to the bullet; and those who take such appeal are sure to lose their cause and pay the costs."

Yet we seemingly tolerate a rising level of violence that ignores our common humanity and our claims to civilization alike. We calmly accept newspaper reports of civilian slaughter in far-off lands. We glorify killing on movie and television screens and call it entertainment. We make it easy for men of all shades of sanity to acquire whatever weapons and ammunition they desire.

Too often we honor swagger and bluster and wielders of force; too often we excuse those who are willing to build their own lives on the shattered dreams of other human beings. Some Americans who preach non-violence abroad fail to practice it here at home. Some who accuse others of inciting riots have by their own conduct invited them.

Some look for scapegoats, others look for conspiracies, but this much is clear: violence breeds violence, repression brings retaliation, and only a cleansing of our whole society can remove this sickness from our soul

For there is another kind of violence, slower but just as deadly destructive as the shot or the bomb in the night. This is the violence of institutions; indifference and inaction and slow decay. This is the violence that afflicts the poor, that poisons relations between men because their skin has different colors. This is the slow destruction of a child by hunger, and schools without books and homes without heat in the winter.

This is the breaking of a man's spirit by denying him the chance to stand as a father and as a man among other men. And this too afflicts us all.

I have not come here to propose a set of specific remedies nor is there a single set. For a broad and adequate outline we know what must be done. When you teach a man to hate and fear his brother, when you teach that he is a lesser man because of his color or his beliefs or the policies he pursues, when you teach that those who differ from you threaten your freedom or your job or your home or your family, then you also learn to confront others not as fellow citizens but as enemies, to be met not with cooperation but with conquest; to be subjugated and mastered.

We learn, at the last, to look at our brothers as aliens, alien men with whom we share a city, but not a community; men bound to us in common dwelling, but not in common effort. We learn to share only a common fear, only a common desire to retreat from each other, only a common impulse to meet disagreement with force. For all this, there are no final answers.

Yet we know what we must do. It is to achieve true justice among our fellow citizens. The question is not what programs we should seek to enact. The question is whether we can find in our own midst and in our own hearts that leadership of humane purpose that will recognize the terrible truths of our existence.

We must admit the vanity of our false distinctions among men and learn to find our own advancement in the search for the advancement of others. We must admit in ourselves that our own children's future cannot be built on the misfortunes of others. We must recognize that this short life can neither be ennobled or enriched by hatred or revenge.

Our lives on this planet are too short and the work to be done too great to let this spirit flourish any longer in our land.

Of course we cannot vanquish it with a program, nor with a resolution. But we can perhaps remember, if only for a time, that those who live with us are our brothers, that they share with us the same short moment of life; that they seek, as do we, nothing but the chance to live out their lives in purpose and in happiness, winning what satisfaction and fulfillment they can.

Surely, this bond of common faith, surely this bond of common goals, can begin to teach us something. Surely, we can learn, at least, to look at those around us as fellow men, and surely we can begin to work a little harder to bind up the wounds among us and to become in our own hearts brothers and countrymen once again.

Robert F. Kennedy
Text from www.rfkmemorial.org


1 comentario:

Anónimo dijo...

una pasada